
El libro recomendado
Por Marcos Aguinis
CARTAGENA, COLOMBIA
No es fácil recomendar un libro, porque son muchos los buenos. A veces lanzamos el título que leímos recién, estimulados por el entusiasmo. Esto me pasó en el Hay Festival, un evento que se reedita con éxito en Gales, España y el Caribe. Cuando recibí la invitación, Marcelo Birmajer me aconsejó que aceptara concurrir: "Es una metáfora del Paraíso", me aseguró. Además de compartir numerosos eventos con escritores, cineastas y músicos de varios continentes, debía recomendar un libro en el cierre de gala. Confieso que era lo único que me preocupaba, porque no quería ser el maestrito que insiste en los malditos lugares comunes. Y lo traté de disimular en mis conversaciones con Jorge Edwards, Joan Manuel Serrat, Juan Cruz, Enrique de Hériz, Claudia Amengual, Anthony Beever, Monica Ali, Ivan Thays y Jorge Franco, entre otros, además del fotógrafo argentino-francés Daniel Mordzinski, cuya obra es motivo de asombro mundial. La incansable Susana Reinoso cubría para LA NACION correntadas de eventos, más de los que podían publicarle. Sheila Cremaschi y Cristina Fuentes la Roche dirigieron con mano delicada, pero firme, este laberinto. Tampoco les confié mi angustia.
Ocultaba mi preocupación, porque dudaba entre los innumerables títulos que daban vueltas en torno a mi cráneo. La tarea de efectuar esta recomendación había sido asignada a unos pocos y tendría lugar en el bello teatro Heredia, que iba a ser desbordado en las plateas, los balcones y hasta la calle. ¿Qué obra o qué autor me ha influido más? Un análogo tormento acuciaba a mis compañeros. No es sencillo quedarse con un solo astro para quienes recorremos sin pausa la galaxia de las letras.
Pero antes de llegar a Cartagena, con las neuronas hirviendo nombres, me ocurrió lo inesperado. Había sido puesto ante mis ojos un libro escrito en holandés por un iraní, que había adoptado un seudónimo árabe: Kader Abdolah. Recién salía en castellano y su título me intrigó: El reflejo de las palabras . Comencé a leerlo y no lo pude soltar hasta llegar a la última línea. Lo fui degustando en el viaje y lo terminé poco antes de dirigirme al cierre de gala. Decidí cometer el sacrilegio de marginar la infinita lista de lecturas que esculpieron mi gusto, mi estilo y mis obsesiones, para concentrarme en esta novela singular, que ni siquiera pude procesar con suficiente perspectiva. Pero en el arte las cosas suceden así: o nos impresionan de entrada o necesitamos una vida para brindarles la adecuada admiración. Era también una forma de compartir la estética sin preconceptos.
Kader Abdolah nació en Irán, cerca de su frontera norte con la entonces Unión Soviética. Su infancia estuvo marcada por un aislamiento que lo hizo beber costumbres y fantasías semejantes a las que ingirió Gabriel García Márquez en su mítica Aracataca. Sólo que en el iraní funciona otra clave, porque el contexto está impregnado por el islam chiita, que resuena todo el tiempo como los cascos de tropas espectrales. La combinación de memoria y nostalgia fue la inspiradora del autor colombiano, y lo mismo se puede afirmar de Kader Abdolah. Sólo que en Abdolah se añade el mérito de escribir en una lengua extranjera. Pocos autores consiguen una proeza semejante. Entre los más exitosos se cita al polaco Joseph Conrad y al ruso Vladimir Nabokov, maestros de un inglés que no fue su primera lengua. Abdolah tuvo que sortear muchos precipicios hasta conseguir su ingreso en la Universidad de Teherán y estudiar física, carrera que hacía brotar inquietantes preguntas a su entorno, sumido en la ignorancia y la superstición. Pero no se limitó a frecuentar libros y clases, sino que participó en los combates estudiantiles contra la política represiva del sha Reza Pahlevi. La revolución dirigida por Khomeini lo decepcionó, pues quería un país abierto y secular, no una teocracia fundamentalista. Redactó un periódico clandestino que puso en peligro su vida. El abandono precipitado de Irán tuvo rasgos novelescos. Deambuló por diversas ciudades y por último recaló en Holanda. Allí se aplicó a estudiar el nuevo idioma y adoptó el nombre de su amigo asesinado por los fanáticos (el verdadero nombre de Abdolah es largo y difícil: Hossein Sadjadi Ghaemmadami Farahni). Se convirtió en colaborador del diario más importante de los Países Bajos, De Volkskrant , y sus columnas periodísticas merecieron el Dutch Media Prize. Los pocos libros que ha escrito hasta ahora -únicamente en holandés- lo han convertido en uno de los mejores autores de esa lengua, y ya fue traducido a varios idiomas.
¿Qué dije en esa ocasión de su novela? Que se desarrolla con una voz atrapante, donde bullen la magia y el color a partir de hechos cotidianos simples, cargados de una emotividad que sólo puede generar el talento de un gran escritor. Aunque sigue una línea autobiográfica, en este libro se condensa la historia de Persia, porque se abre con referencias a la escritura cuneiforme, la matriz de las escrituras que predominan en el mundo. En efecto, en las montañas sagradas del Azafrán, así llamadas porque durante el verano se cubren de flores amarillas, existe una gruta que ha convocado a los arqueólogos desde que se descubrió en una de ellas una carta atribuida al emperador Ciro el Grande, "rey de reyes", y que aún no pudo ser descifrada.
El padre del autor nació sordomudo -es lo que cuenta esta novela-. La desgracia fue amortiguada por un tío generoso, que siempre aparecía sobre su esbelto caballo, era aventurero y hablaba con autoridad. En uno de sus inexplicables y pintorescos arranques se le ocurrió llevarlo a esa cueva. Lo hizo pararse sobre el caballo, colgar una lámpara y copiar con detalle cada uno de los signos grabados miles de años atrás por un escriba de Ciro. A partir de entonces, el niño empezó a redactar en ese código, que no podía transformar en palabras corrientes. En torno de este hecho se suceden historias cuyo suspenso nos hace volar en alfombras mágicas, ya que la profesión que desarrolla el sordomudo es precisamente la confección de alfombras iluminadas por el diseño, las tinturas y la posibilidad de penetrar en la mente de campesinos que tienen acceso a otros campos de la realidad. Entre muchas páginas inolvidables, me pareció antológica la descripción del pozo en cuyo fondo abismal lee durante siglos el Mahdi (equivalente al Mesías) que salvará el mundo cuando lo decida Alá. Hasta la boca de ese pozo trepan los fieles, muchos de los cuales dan el testimonio feliz de haberlo visto con claridad. También Khomeini fue hasta allí.
Cuando Kader Abdolah se radicó en Holanda, recibió el cuaderno de su padre, en el que le contaba su vida en la indescifrable escritura cuneiforme tomada de aquella cueva. El reflejo de las palabras intenta descifrar el misterioso texto; a esa tarea que parece imposible dedicará el autor su vida. Por medio de esos escritos misteriosos y los recuerdos que lo agitan mientras contempla los pólderes de Holanda, emergen las apasionantes peripecias de Irán en el siglo XX. Maravilla y épica alternan en la evocación de personajes decisivos, como el sha Reza Kan, que deseó modernizar el país a la fuerza. Luego, la tragedia de Mossadeg; la instalación del nuevo sha, Reza Pahlevi; los combates en ciudades y aldeas, y la represión feroz de los ayatollahs y sus verdugos alienados. No sólo es el homenaje conmovedor de un hijo a su padre, sino el rosario de huellas que el poder de los sentimientos deja grabado en el trayecto de la literatura.
Mientras yo trataba de sintetizar esas impresiones ante el auditorio, olvidé que me habían puesto al final para abrochar el cierre. No debía extenderme demasiado. Venía el espectáculo musical que haría vibrar el teatro, y yo había perdido la noción del tiempo. Viajaba en la alfombra de las palabras escritas en signos cuneiformes, cuyos reflejos nos acercan a prodigios que se escabullen de nuestra voraz curiosidad. La coordinadora, con miel caribeña, insinuó que pusiera fin a mi perorata. Sorprendido, hice aterrizar enseguida la alfombra y, mirando su resplandeciente diseño, agradecí por haberme permitido cometer la audacia de recomendar el primer libro que leía de un autor hasta entonces desconocido por mí. Entonces, aplausos, abrazos y el tembladeral de voces e instrumentos se volcaron sobre el escenario para que en el Hay Festival no sólo rigieran los libros. Como me habían anticipado, viví una metáfora del Paraíso.